Al lado del tiempo
Los días ya no se instalan con la lentitud de antes.
Vienen, hacen lo suyo —lo preciso—
y se convierten en el siguiente.
Los días ya no se instalan con la lentitud de antes.
Vienen, hacen lo suyo —lo preciso—
y se convierten en el siguiente.
No hay milagro.
Solo un leve ajuste:
otra frecuencia.
Al principio no entendía
por qué no era como los demás.
Aunque estos huesos conocen la quietud
y las grietas de su casa,
su fuerza interna acepta
el ruido.
He aprendido a no contar las veces que no ocurrió nada.
No porque no duelan —duelen—,
sino porque esa álgebra no vuelve fértil la tierra.
Si me pongo la máscara,
sabiendo que es solo eso,
estoy honrando su cuerpo.
He vuelto al lugar donde soy
la semilla y el fruto,
donde mi mente se desarma,
un desprenderse necesario.
De niño fue templado, silencioso.
Crecía en el silencio y sin testigos.
Habitaba en sí mismo, sin alarde,
como crecen las raíces en invierno.
Está en el borde de mi cama.
La mente se asoma,
como un niño inquieto en la ventana,
esperando oír su nombre.
Entiendo mi invierno,
en esta estación,
soy un árbol que se guarda.
Cada rama, cada propósito,
es un puño cerrado que acumula.
No hay prisa.
Como árboles que extienden sus raíces,
y con sus hojas se buscan,
en comunión con el bosque.
De cada verdad revelada,
nace un pájaro:
uno que canta solo cuando el alma lo escucha.
Se posa en el lado del pensamiento crítico
y decide quedarse,
suave, tibio, inmenso.
Antes de integrar lo nuevo,
hay que repasar el caos que fuimos,
el poso de las promesas con las que nos mentimos
y los vestigios de lo que nos arrastró
por caminos sin mapa ni corazón.