La palabra está en la mesa,
entre el pan y la taza.
Es la mano que se alarga y dice: «Pásame eso».
Es el «gracias» medio distraído,
el «buenos días» al cruzar la puerta,
el mensaje «te espero» para la cena,
y «no te dejes el paraguas» cuando aún no llueve.
Es el grito que no damos,
el murmullo que somos.
Es el nombre de las cosas:
la «luz», la «piedra», el «agua»,
la forma en que creamos el mundo
con solo señalarlo.
Está en las paredes,
en la nota en la nevera: «Te amo».
Está en el chisme, en la risa, en el poema,
en el «¿cómo estáis?»
que une a los vecinos en la esquina.
Es tan pequeña la palabra,
tan común como un puñado de lentejas,
y, sin embargo, ahí vive todo:
el amor que no sabemos decir,
el enfado que explota,
el silencio que también habla
cuando no decimos nada.
La palabra es lo que somos,
lo que dejamos caer al aire
como quien suelta migajas para volver a casa.
Es lo que transforma nuestra naturaleza animal
en la posibilidad de que amemos
o pongamos nombre a los animales.
Y aunque parezca poca cosa,
sin ella no hay camino,
ni hogar,
ni consuelo.
Por eso cuido la palabra;
con ella creo mi universo,
y el mensaje que entrego a mis hijos.
Pongo consciencia y conciencia
en lo que digo y cómo lo digo.
Hablo desde la verdad que creo en el momento
—con autenticidad— desde el cristal que intento ser,
transparente, para que lo que emito,
cuando me derramo,
no te confunda ni te engañe.
Para que, cuando te derramas y te escucho,
sepas que te comprendo.