I
A lo lejos, el río murmura,
como si el agua se susurrara a sí misma,
como si las piedras guardaran en su silencio secretos,
como si, al fin, un alma se alzara del caudal
y hablara a la corriente.
Pregunté al río:
—¿Qué te han revelado las rocas
durante tus largas noches de quietud,
cuando el olvido borra la conciencia?
Y el río,
que sabe tanto como el viento
que roza la superficie del que ya no espera,
con la sabiduría de quien nunca olvida,
me respondió:
«Las piedras no se comunican,
pero las sombras que cargan en su peso, sí.»
II
Entonces miré las rocas
y comprendí
que no eran solo obstáculos o lastre,
sino corazones antiguos.
El río me dijo:
«La piedra, que en su quietud
guarda la memoria del tiempo,
se disolverá.
Será agua.
Y el agua, en su fluir,
antes de evaporarse,
será fuego;
y el fuego es luz.
Luz que se elevará hacia su cuerpo celeste.»
III
Todo lo que el río guarda
es más que pasado:
es luz que se convierte en llama.
Y todo lo que el fuego consume
es amor.
Y todo lo que es amor
no conoce la muerte.
IV
La última roca que toqué me dijo:
«No somos el peso que cargamos,
somos luz que espera su momento.»
Y entendí, entonces,
que lo que en mí pesa y está oculto
no son obstáculos:
es amor.