La pelea ha dejado
la luz de la cocina
con un incesante parpadeo,
y en el suelo, un vaso roto que nadie recoge.
En el pasillo,
donde el polvo del día
se acumula en las esquinas,
ella se esconde.
El armario es pequeño,
pero suficiente.
Aquí, el aire cálido es solo
hálito de su propio pecho,
y la penumbra,
un animal dormido
que nunca la nombra.
Las puertas no crujen
si se cierran con cuidado.
Las lágrimas no caen
si se aprietan bien los labios.
Si no respira fuerte,
si no se mueve,
nadie la oirá.
Y un día,
la mano temblorosa se abre,
ella escribe en su fría habitación,
recomponiendo su vulnerabilidad.
Más tarde, años después,
camina sin miedo
sobre el vidrio roto.
Porque la vida sigue,
aunque la infancia, para algunos,
siga siendo un lugar del que nunca salimos del todo.