• Está en el borde de mi cama.
    La mente se asoma;
    es un niño inquieto en la ventana,
    esperando oír su nombre.

    A veces, la herida me habla
    a través de ella. La escucho;
    en el dolor reconozco
    la verdad que me trae.
    Siempre regresa, si no sano.

    Y cuando el cuerpo duerme,
    el corazón despierta,
    en una vigilia sensata
    que espera la pequeña ola
    que vuelve si hubo olvido.

    La sabiduría, también, una pluma
    que se queda flotando,
    sin caer nunca.

    Por amor a la poesía

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  • Entiendo mi invierno.
    En esta estación,
    soy un árbol desnudo.
    Cada rama, un propósito,
    un puño cerrado que acumula.

    Bajo la tierra,
    mi sed toma el agua
    a través de mis raíces,
    lentas, constantes.
    El deseo es, en esta estación,
    otra forma de crecer.

    En el centro de la madera,
    la savia se expande.
    El peso se une al silencio,
    no temo al frío.

    Cuando el viento pasa,
    me inclino un poco,
    su mensaje me toca
    en lo profundo.

    Todo en mí es espera,
    no por resignación,
    sino porque sé que la primavera
    está creciendo dentro de mi cuerpo.

  • La pelea ha dejado
    la luz de la cocina
    con un incesante parpadeo,
    y en el suelo, un vaso roto que nadie recoge.

    En el pasillo,
    donde el polvo del día
    se acumula en las esquinas,
    ella se esconde.

    El armario es pequeño,
    pero suficiente.
    Aquí, el aire cálido es solo
    hálito de su propio pecho,
    y la penumbra,
    un animal dormido
    que nunca la nombra.

    Las puertas no crujen
    si se cierran con cuidado.
    Las lágrimas no caen
    si se aprietan bien los labios.
    Si no respira fuerte,
    si no se mueve,
    nadie la oirá.

    Y un día,
    la mano temblorosa se abre,
    ella escribe en su fría habitación,
    recomponiendo su vulnerabilidad.
    Más tarde, años después,
    camina sin miedo
    sobre el vidrio roto.

    Porque la vida sigue,
    aunque la infancia, para algunos,
    siga siendo un lugar del que nunca salimos del todo.

  • No somos la distancia entre aquí y allí,
    sino el cruce, la curva del viento
    que empuja el instante hacia su forma.

    Estamos hechos para el tránsito,
    flujo de una consciencia inabarcable
    fragmentada en nuestras finitas mentes.

    El puente no pregunta quién debe cruzarlo;
    cruje bajo el peso de las almas valiente y permanece.

    En el umbral del último tramo
    —punto de inflexión entre los márgenes—,
    algo en nosotros se reconfigura:
    hueso, sangre, aliento. Luz.

    Seamos, mucho antes de ese límite,
    la acción entre la mano y la estrella,
    la fuerza indivisible que nos sostiene.

  • No es fácil. Todo afuera
    dispersa, distorsiona, dificulta.
    En su núcleo hay miedo.
    Escudriño más profundo
    donde cada filamento encuentra su lugar
    y nada se deshace.
    Se trata de no abrir los párpados
    antes de tiempo,
    de mantenerse íntegro,
    como quien sostiene el destello
    de una luciérnaga en la mente.
    No hace falta una posición de Buda
    ni es necesario diluirse
    para colapsar el poder que encierra.
    Basta con esperar que el momento me convoque,
    que todo responda a la misma voz,
    para ser una chispa indivisible con las otras,
    un latido sincronizado que no se traiciona,
    una luz que, inevitablemente, brilla;
    que se da sin temor.

  • Como árboles que extienden sus raíces,
    y con sus hojas se buscan,
    en comunión con el bosque.

    Si nuestras voces no nos separan,
    somos también la tierra y el agua.

    Bajo la piel, la misma savia.
    Caminamos en la sombra del otro
    sin ver, pero sintiendo
    el peso del mismo viento.

    Nos damos algo invisible,
    un reflejo que no pide permiso,
    que se impregna en los ojos.

    Los brotes se inclinan
    para alcanzar las diferencias.
    La fuerza no es solo crecer,
    sino sostenerse. Unidos.

    Y cuando el tiempo muera,
    bajo la misma raíz,
    nos fundiremos.

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