alma celeste

La niña interior mira el firmamento.
No sabe —o lo sabe tan profundo que lo calla—
que su fuego proyecta las estrellas
y su aliento recrea el infinito;
que sus células guardan un secreto:
es luz del cosmos, tan ínfima como una brizna, tan necesaria.

El anhelo de la niña interior viaja en cometa.
Sus aprendizajes, órbitas poderosas regresando.
Auroras surgen de su risa,
y con su carcajada estallan supernovas.
Las neuronas de su médula, de su piel,
de su estómago, de su cerebro,
son fotografías del todo y de la nada.

La niña interior teme la oscuridad
y a los eclipses ocultos en batallas.
Sueña con asteroides que se lleven su miedo,
con vientos solares que disipen la duda,
con lluvia de astros desvanecida en sus párpados,
con trayectorias celestes que guíen al ego
y con espirales que armonicen el caos.

Mientras la niña interior medita, sincroniza
el latido de sus fractales con el universo:
los agujeros negros absorben el ruido,
su respiración expande las galaxias,
en su silencio flotan nebulosas,
su compasión vibra en los planetas,
y de su amor emana el éter que integra cada plano.

La niña interior intuye, mas aún no comprende
que sus huesos, su sangre, sus vísceras,
su cabello, sus uñas, su ombligo,
sus genitales, su nombre, sus lágrimas,
el sonido de su voz, la caricia de sus manos…
son los versos del poema
que la Creación ha escrito en su ADN.

Por amor a la poesía

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