Storgē
La abuela parte el pan sobre la tabla
con movimientos suaves, como si supiera
que el cuchillo no corta solo el pan.
La abuela parte el pan sobre la tabla
con movimientos suaves, como si supiera
que el cuchillo no corta solo el pan.
Desnudos de nombre,
bajamos al círculo.
La sal del origen
aún duerme en la lengua.
Ya no busco en lámparas ajenas
lo que, con suavidad, arde dentro.
No releo verdades en otros ojos;
prefiero encarnarlas, simplemente.
Si el cuerpo recordara
lo que las neuronas olvidan
en el intrincado poder de sus circuitos,
la piel revelaría, sin pudor,
la sabiduría atávica
de lo sobrevivido.
Crees que todo recae sobre el cuerpo,
que el día empieza
con una lista de acciones urgentes.
Pero si das permiso a la respiración
para que penetre en tu vida,
lo esencial murmura debajo:
una vibración leve,
como el sonido final del cuenco tibetano
que todavía se estira en el aire.
Cuando te abres, tantas veces,
te vuelves el espacio
que cualquiera puede atravesar, sin gratitud
(esa energía que recarga).
Hay un instante lúcido,
impulsado por fragmentos
que pidieron ser escuchados,
un sentido poderoso,
capaz de mostrar la piedra de ignorancia
que atraviesa la garganta.
Una de las sillas está bajo el árbol.
El sol atraviesa sus hojas;
todo lo que queda después,
sombra y frescor que todos agradecemos.
Te apoyas en mi muñeca,
buscas en lo profundo
Te sacaban del aula.
Te dejaban en el pasillo,
con una hoja en blanco
y la espalda en llamas.
Repiten como si hubieran estado allí,
aquí,
en todas partes a la vez,
como si la vida tuviera un manual
que hubieran leído —
o escrito—
con voz canalizada,
bajo la bendición de una lámpara
que se enciende justo a tiempo.
Me despierto más tarde que el cuerpo.
Hay algo en mí que no se mueve,
pero arrastra.
Una esencia quieta
que espera ser tocada.
Hay vivencias que
no caben en el cuerpo:
se quedan en la garganta,
casi siempre en el estómago
No era la primera vez
que alguien me decía «cuídate»
al despedirse.
Sin embargo,
algo en su tono se quedó en mí,
como una mano en el hombro
en el momento oportuno.
Hoy volviste con pan.
Sin flores.
Sin gesto.
Sostenía el cuenco roto de otros,
con las manos quietas.
Al borde de la cama,
la manta recogida
como un cuerpo que se resiste
a perder el calor.
En el patio de al lado
un niño trepa sobre la mesa de jardín.
Levanta los brazos,
gira en círculos,
grita un nombre inventado.
Muchos días
enciendo una vela blanca antes del mediodía.
Mientras la niña interior medita, sincroniza
el latido de sus fractales con el universo:
He tenido que volver, en servicio, demasiadas veces
a un cuerpo que no descansa.
Presagio de tristezas antiguas,
lejía,
y de todo lo que tememos que suceda;
Primero fue el sonido:
la noria chirriando en lo alto,
los gritos suben, pintan el azul de rojo.