Storgē

La abuela parte el pan sobre la tabla
con movimientos suaves, como si supiera
que el cuchillo no corta solo el pan.

El niño, sentado en el suelo,
traza líneas invisibles con una ficha azul
que más tarde olvidará debajo del mueble.

El reloj en la pared
marca la hora con un sonido limpio,
ajeno a lo que ocurre en las manos
del niño y de la abuela.

Ella se inclina para ajustar el cierre del abrigo;
lo hace sin pensar,
como quien enciende una lámpara
que ha estado siempre allí,
esperando.

Él se deja hacer, sin mirarla,
y hay en ese abandono una forma antigua de pacto,
que se repitió antes con la madre del niño
y, mucho antes, con la abuela de la madre:
la certeza sin nombre de ser cuidado.

Cuando la puerta se cierra,
ella se queda un instante
mirando cómo el vapor de la olla
dibuja algo blando sobre el vidrio.

No hay declaraciones,
ni promesas,
pero en el modo en que el silencio se sostiene
hay algo más sólido que cualquier palabra:

un lazo que no se exhibe,
ni se rompe.

Una forma de amor
que nunca pidió ser entendida,
solo compartida.

Por amor a la poesía

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Yolanda Gutiérrez
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