A los siete años
Los escalones recogen
los pasos tristes
de las mujeres de su portal,
y el olor a escasez,
que, por más que ellas lo limpien
con suspiros, lejía y canciones,
inunda el inmueble.
Los hombres de su portal
han decidido, por unanimidad,
embaldosar las paredes.
Creen que el reflejo aséptico
les aísla del sufrimiento
y de las manchas
que, también, ellas limpian.
Junto a bombillas heredadas
e ideales fundidos,
conviven las desavenencias
de los vecinos de toda la vida,
que serán para toda la vida.
Los sueños los esconden
detrás de la puerta,
con doble llave y cerrojo.
La dirección del destinatario
y la mugre del pasamanos
los igualan.
En el primer rellano, ella
espera oír a voces su nombre.
Ha llegado la hora
de comer el sudor
de la frente de su padre.
Suplica que no sea un guiso con cebolla;
no le gusta,
porque su madre, cuando lo cocina,
llora.
El aroma se filtra
en los huecos del edificio
y de su inocencia.
La cima de sus días:
el domingo inmaculado
y la taza de chocolate medida
con la de sus hermanos,
para que todas dibujen
la misma porción de felicidad.
La calle, su segundo hogar;
el primero, el cobijo de su madre
mientras le acaricia el cabello.
Crece con la dignidad
de una niña alegre de arrabal,
vestida con ropa que otras estrenaron.
Su baja autoestima
también crece a medida
que el bajo del pantalón
deja al descubierto sus tobillos.
En el futuro,
te narraré un desahucio.
Ahora, en los años ochenta,
los bancos prefieren en sus palacios
a señores con corbata;
las tiendas fían alimentos
y las vecinas se prestan dinero.
Ella, convencida
de que vuela,
salta las escaleras.
Sin darse cuenta,
sobrevive
en ese olor,
con esa ropa
y con grandes sueños.
Los juguetes no le importan.
Escoge que llueva,
que su padre se despierte silbando,
bailar, correr, cantar, saltar
y volver del bosque,
si todo ha ido bien,
sin las rodillas ensangrentadas;
pero, sobre todo,
¡con todas sus fuerzas!,
desea no encontrar
a su madre llorando,
aunque en el guiso
no haya cebolla.