Un lugar para la diferencia
Poema sobre el TDAH y la infancia neurodivergente
Te sacaban del aula.
Te dejaban en el pasillo,
con una hoja en blanco
y la espalda en llamas.
No sabías por qué.
Solo que algo en ti
no encajaba.
El cuerpo no obedecía.
Las palabras se escapaban
antes de tiempo.
Todo lo que hacías
era demasiado,
o fuera de lugar,
o nada.
Te llamaban inquieta.
Desastre.
Exagerada.
Molesto.
Rara.
Insoportable.
Lenta.
Retrasado.
Te pedían que cambiaras,
que fueras como los otros:
normales.
Lo intentabas,
hasta que dolía respirar,
mirarse al espejo,
cantar,
estar.
En casa recibías
castigo o indiferencia.
En la escuela,
humillación —siempre pública—.
Y tú,
tan poca cosa,
creciste creyendo
que eras un error.
Y era grave.
No había diagnóstico.
No había lenguaje.
Insultos, un estigma,
y heridas escondidas.
Ahora hay nombres,
etiquetas que no curan,
pero abren un espacio;
aún, abismos
difíciles de habitar.
Alguien dice:
«No es culpa tuya.»
Y ese sonido,
aunque tarde,
llega como agua
en piedra seca.
No es redención,
pero es más que nada.
Es decirle a la criatura que fuiste:
no había nombre para ti, pequeña.
Estabas sola.
Muchas lo estábamos.
