Las pulgas del frasco
Poema sobre límites invisibles y la fuerza de liberarse
En la plaza,
un hombre mira
cómo su hija corre tras la pelota.
Ella se detiene al borde de un muro,
mide la distancia
y renuncia al salto.
En la oficina,
alguien guarda su idea
tras el espejo de la madrugada;
teme que la risa, y el no ser suficiente, la devore.
En una habitación, sola,
una mujer aprende los acordes
de su canción preferida en la guitarra.
La toca sin sonido,
como si la música no estuviera permitida a sus años.
Entonces recuerdo a las pulgas del frasco:
golpean una y otra vez contra la tapa,
hasta que aprenden a no rozar el límite.
Y cuando las liberan,
permanecen bajo el techo inexistente.
Nosotros también
obedecemos fronteras invisibles,
herencias de bordes infranqueables,
advertencias que se hicieron rutina.
La voluntad aspira a traspasar la altura.
Nunca es tarde.
La voz puede alzarse.
A veces basta un instante
—dar la zancada,
atreverse a liberar al genio,
tocar la cuerda—
para descubrir
que el cielo no acaba,
que el cielo está dentro.
A menudo vivimos bajo dogmas, creencias que ya no nos representan, o sometidos a yugos impuestos que no son nuestros.
Límites invisibles —miedos, mandatos, juicios heredados— nos aprisionan incluso cuando la puerta permanece abierta.
Y, sin embargo, la vida siempre ofrece un resquicio: el coraje basta para atravesar la frontera que insiste en replicarse.
Liberarnos no es conquistar el mundo: es ejercer la soberanía de decidir, con coherencia, lo que realmente queremos.