Los días ya no se instalan con la lentitud de antes.
Vienen, hacen lo suyo —lo preciso—
y se convierten en el siguiente.
No es que pasen rápido.
Es que llegan completos,
como si supieran de antemano
lo que va a ocurrir.
Me he dado cuenta esta mañana,
al ver cómo el humo del incienso
no se detenía en las cosas,
solo las rozaba.
La mesa, el cuenco, la piel de la fruta:
todo parecía listo para desaparecer.
Caminé hasta la ventana,
y por un instante
la calle fue un solo cuerpo en movimiento:
la mujer que hablaba sola,
el perro que cruzó con el aire entre las patas,
una hoja que no caía
porque ya había caído.
No sentí tristeza.
Tampoco alegría.
Era algo más tangible.
El mundo parecía justo.
—Quizá ya no estoy dentro del tiempo, sino a su lado.
Pero entonces,
una voz exclamó mi nombre.
Y tardé
en saber que debía responder.