Vuelvo al momento más relevante de mi vida, más aún que aquella tarde de verano en la que liberé a los saltamontes atrapados en el bote.
Vuelvo a esa mañana de domingo cualquiera en la que me desenredo el cabello crespo después de mi baño semanal. Cuando termine la tediosa tarea, me espera una exquisita taza de chocolate caliente.
Absorta, me miro fijamente en el objeto al que, durante años, atribuí poderes.
—¿Qué sortilegio era ese que conseguía desdoblar mi pequeño cuerpo en dos dimensiones?—
Vuelvo al reflejo en el que, por vez primera, rechacé mi rostro pecoso, para susurrarme al oído una canción que años más tarde escribiré:
«Si no te amas, no habrá un lugar seguro en el mundo.
Tampoco, ojos amables donde reconocerte.
Si no te amas, qué sentido tiene que otras almas lo hagan.
Si no te amas, cómo sabrás cuánto amas.»
