Sobre lo que se pierde al crecer, sobre la voz que se apaga cuando nos enseñan a no interrumpir…
Pero también, sobre ese instante inesperado en que algo dentro despierta —y respira.
Un minuto de libertad basta para recordarnos quiénes fuimos. Y quizá, quiénes aún somos.
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En el patio de al lado,
un niño trepa sobre la mesa del jardín.
Levanta los brazos,
gira en círculos,
grita un nombre inventado.
Desde la ventana,
una voz adulta lo llama por el apellido.
Dice que baje,
que se calle,
que los vecinos tienen orejas.
El niño baja.
No llora.
Solo guarda las manos en los bolsillos,
como si fueran objetos peligrosos.
Años más tarde,
ese niño ya no sube a nada.
Va en silencio a la montaña.
Cruza la calle cuando el semáforo se lo permite,
da las gracias con la cabeza,
habla con frases que caben en un sobre cerrado.
Cuando alguien ríe alto en un restaurante,
le tiemblan los dedos.
No sabe por qué.
Una vez, en una boda,
bailó sin querer.
Alguien lo miró,
y volvió a su asiento.
Se sirvió otra copa.
Es simple.
Se aprende a no vivir
como se aprende a no interrumpir.
Pero esta mañana,
al poner la ropa en la lavadora,
sonó una canción que no sabía que recordaba.
Y sin darse cuenta,
el pie derecho marcó el ritmo.
Después el izquierdo.
Después todo el cuerpo.
Nadie lo vio.
Nadie lo detuvo.
Y aunque fue solo un minuto,
se sintió como si abriera una caja
y encontrara dentro
algo que todavía respira.
Hoy, sin permiso,
esa parte volvió a levantarse.