Muchos días,
enciendo una vela blanca antes del mediodía.
Ordeno los cristales;
imagino que alineo mis huesos.
Me siento a esperar
que el alma haga su trabajo.
He llenado libretas
de mantras en un idioma que no entiendo.
Cada palabra,
una piedra más en el fondo.
¿Por qué pasar años buscando
una puerta secreta
que quienes hablan de ella
no han cruzado?
La verdad ha ido llegando
en el silencio de una tarde cualquiera,
a solas. Sin meditación
ni consigna.
No hay que hacer más.
No hay que ser mejor.
Hay que quedarse.
Mirarse con amabilidad en todos los espejos.
También en los otros.
Vestir el cuerpo
cuando se pliega de cansancio,
aunque el pecho esté paralizado
y el agua sucia lleve días en el cubo.
Me dijeron que todo estaba en mí;
si dolía,
era porque aún no había aprendido,
no había trascendido la sombra;
peor aún: no era buena.
Me lo creí.
La fortuna no ha venido;
la suerte tampoco la he ganado.
Hasta este ahora
de cualquier presente,
que, de pie, sentada o estirada,
cómoda en mi cuerpo;
sin rituales,
sin fórmulas paganas;
a solas con los que amo,
es suficiente
para aceptar que lo que sí
está en mis células,
y en las de todos,
es la muerte,
seamos felices o no.