He tenido que volver, en servicio, demasiadas veces
a un cuerpo que no descansa.
Presagio de tristezas antiguas,
lejía,
y de todo lo que tememos que suceda;
no por compasión ni deber,
sino porque algo en mí se abre,
como si en mi libro de vida
esos momentos estuvieran ya escritos.
En sus pasillos se acumula el cansancio.
No es templo ni hogar:
estación suspendida,
donde la vida se detiene,
a veces para siempre.
Su aire denso nunca descansa,
masa muda de larvas incisivas
que aplastan
y se alimentan de miedo,
de desesperanza,
de incertidumbre.
Aquí, me envuelvo en una burbuja
tenue y firme,
un refugio sin forma, imaginario,
donde el sufrimiento no pueda alcanzarme.
Y aunque todos luchamos
por retener en los pulmones
el frescor limpio de la plaza,
es un gesto baldío.
Cruzo las puertas del hospital sin culpa ni premio,
solo con este acto antiguo y simple:
darme
a los que amo
cuando me necesitan.