I.
Al principio no entendía
por qué no era como los demás.
Todos parecían saber
a dónde iban.
Yo solo quería quedarme quieta
y que nadie me midiera.
Pasaron los años.
Aprendí a escuchar
el lenguaje de lo incompleto.
Una taza rota aún sirve
si el agua no está hirviendo.
Con el tiempo,
dejé de esconder las grietas.
Ahí también entra la luz.
II.
Empecé a amar las cosas que no volvieron.
No con nostalgia —
con gratitud.
Los días que dolieron
me enseñaron a quedarme.
Los que no dijeron nada
me enseñaron a ver.
El silencio de mi madre,
su forma de pelar la fruta
como si eso bastara.
Y bastaba.
Nunca lo supe entonces.
Ahora sí.
Hay una belleza
en no necesitar más.
Un descanso.
III.
Hoy puse flores en la mesa
sin motivo.
No es celebración.
Es costumbre.
El sol entró por la ventana
y pensé:
esto también es vida.
No se parece a los sueños
que perdí,
pero ya no los quiero de vuelta.
Estoy aquí.
Soy esta.
Y eso ya no duele.
Eso,
es todo.
IV.
Lo que se queda
es lo que no se ve,
lo que no pide permiso para estar.
Hoy,
la memoria ya no pesa.
Es ligera,
como una piedra
que el agua ha pulido.
He dejado de buscar respuestas,
porque ya no hay preguntas.
Y me sorprende
que en ese silencio
por fin haya paz.
V.
Al principio me costaba,
no sabía cómo estar.
Cada día era un intento
por encontrar el centro,
pero el centro no se encuentra.
Uno simplemente se suelta
y se deja caer
en el cuerpo.
Y cuando eso pasa,
el día ya no tiene prisa.
Ni los recuerdos.
VI.
A veces me pregunto
si fui siempre así
o si el tiempo me enseñó
cómo ser esta.
No hay retorno,
pero ya no lo necesito.
La aceptación ha sido mi camino
y mis pasos ahora
tienen más espacio.
Es curioso cómo al final
no importa tanto
lo que perdí,
sino cómo aprendo
a seguir.