Storgē
La abuela parte el pan sobre la tabla
con movimientos suaves, como si supiera
que el cuchillo no corta solo el pan.
La abuela parte el pan sobre la tabla
con movimientos suaves, como si supiera
que el cuchillo no corta solo el pan.
Me despierto más tarde que el cuerpo.
Hay algo en mí que no se mueve,
pero arrastra.
Una esencia quieta
que espera ser tocada.
Hay vivencias que
no caben en el cuerpo:
se quedan en la garganta,
casi siempre en el estómago
Al borde de la cama,
la manta recogida
como un cuerpo que se resiste
a perder el calor.
En el patio de al lado
un niño trepa sobre la mesa de jardín.
Levanta los brazos,
gira en círculos,
grita un nombre inventado.
Muchos días
enciendo una vela blanca antes del mediodía.
Mientras la niña interior medita, sincroniza
el latido de sus fractales con el universo:
aprendí a doblarme
para caber en la forma
de otras mujeres
hoy me hablé
como si nunca me hubiera fallado
Duermo con la mente vacía.
Me levanto tarde y evito las promesas.
Mi casa no tiene puerta trasera
ni cajones donde esconder el miedo
De niño fue templado, silencioso.
Crecía en el silencio y sin testigos.
Habitaba en sí mismo, sin alarde,
como crecen las raíces en invierno.
Está en el borde de mi cama.
La mente se asoma,
como un niño inquieto en la ventana,
esperando oír su nombre.
Entiendo mi invierno,
en esta estación,
soy un árbol que se guarda.
Cada rama, cada propósito,
es un puño cerrado que acumula.
No hay prisa.
De cada verdad revelada,
nace un pájaro:
uno que canta solo cuando el alma lo escucha.
Se posa en el lado del pensamiento crítico
y decide quedarse,
suave, tibio, inmenso.
Antes de integrar lo nuevo,
hay que repasar el caos que fuimos,
el poso de las promesas con las que nos mentimos
y los vestigios de lo que nos arrastró
por caminos sin mapa ni corazón.
La busco en la línea que deja el sueño,
en las esquinas donde mi sombra se repliega,
allí donde debería escuchar:
«Cúidate».
Una parte de mí responde: «No hay tiempo».
Es momento de olvidar las reglas que juramos seguir,
de dar paso a la intuición que no pide permiso.
Detener el tiempo no es un truco,
ni un deseo que se manifiesta en palabras usadas.
Es la fuerza exacta donde ceden el «ahora» y el «nunca»,
el instante, rendido a nuestras conciencias.
Vuelvo al reflejo en el que, por vez primera, rechacé mi rostro pecoso, para susurrarme al oído una canción que años más tarde escribiré:
[…]
Me impaciento…
Sin embargo, necesito que el tiempo se detenga.
Tú dentro, al resguardo de mi sangre.
No fuera que hace mucho frío
y el ruido es muy intenso.
Tú duerme mientras mamá se desespera.
Me impaciento…
[…]
En mí,
el ritmo de las canciones que me han enseñado a respirar.
Las casas que me habitan y su significado,
gracias a ellas comprendo el Refugio.
La melodía acumulada del rumor de mi nombre.
El tacto de la corteza del árbol que me sostiene
en las noches de verano.
[…]
[…]
El cálido viento de entonces,
casi perceptible ahora,
mueve las amapolas.
El manto de espigas
permanece inmóvil.
Los dedos de la niña
intentan intuir
la textura del pétalo
que se deshace,
se desvanece
junto a la imagen,
hoy desenfocada.
[…]