Poema sobre la memoria compartida y la belleza de lo cotidiano
Una de las sillas está bajo el árbol.
El sol atraviesa sus hojas;
todo lo que queda después,
sombra y frescor que todos agradecemos.
Palabras que invitan a la contemplación, a la pausa y al recogimiento.
Una de las sillas está bajo el árbol.
El sol atraviesa sus hojas;
todo lo que queda después,
sombra y frescor que todos agradecemos.
Repiten como si hubieran estado allí,
aquí,
en todas partes a la vez,
como si la vida tuviera un manual
que hubieran leído —
o escrito—
con voz canalizada,
bajo la bendición de una lámpara
que se enciende justo a tiempo.
Me despierto más tarde que el cuerpo.
Hay algo en mí que no se mueve,
pero arrastra.
Una esencia quieta
que espera ser tocada.
No era la primera vez
que alguien me decía «cuídate»
al despedirse.
Sin embargo,
algo en su tono se quedó en mí,
como una mano en el hombro
en el momento oportuno.
En el patio de al lado
un niño trepa sobre la mesa de jardín.
Levanta los brazos,
gira en círculos,
grita un nombre inventado.
Los días ya no se instalan con la lentitud de antes.
Vienen, hacen lo suyo —lo preciso—
y se convierten en el siguiente.
De niño fue templado, silencioso.
Crecía en el silencio y sin testigos.
Habitaba en sí mismo, sin alarde,
como crecen las raíces en invierno.