(segunda parte de «Lo que imaginé que vendría»)
He aprendido a no contar las veces que no ocurrió nada.
No porque no duelan —duelen—,
sino porque esa álgebra no vuelve fértil la tierra.
Lo que mi cuerpo anhela no es solo certeza:
es un gesto ínfimo, imperceptible,
una rama floreciendo en un día lluvioso.
Convertirme en alguien capaz de habitar lo que llega,
incluso lo soñado, a veces parece inalcanzable,
aunque sea menos. O distinto.
Y hay belleza, y verdad, ahí.
No la que se persigue —esa casi siempre se escapa—,
sino la bondad rememorada de que pudo ser.
Caminar sin tantas preguntas está siendo el gran aprendizaje.
No porque no ame las respuestas,
sino porque he empezado a mirar sin necesidad de saber.
El futuro sigue siendo una puerta cerrada,
pero ya no la golpeo.
Espero al otro lado, sin culpa.
A veces, intuyo una ventana abierta.
Pongo atención tras la puerta: nadie me nombra,
pero tampoco hay silencio.